Alicia en el país de la filosofía, Año II, Número II, Nov-Dic 2016


Descartes político

            Mariana Landi,  IES N°1

  choel_choel@hotmail.com

    

Resumen: El presente trabajo tiene como objetivo abordar la pregunta sobre la existencia de un debate propiamente político en el pensamiento de Descartes y sobre qué clase de filosofía política podríamos atribuirle.

Palabras clave: filosofía - Descartes – política – Maquiavelismo – Modernidad – Guerra de los Treinta Años.

Abstract: This paper aims to address the question of the existence of a strictly political debate in the thought of Descartes and what kind of political philosophy we could attribute to it.

Keywords: Philosophy - Descartes – Politics – Machiavellianism – Modernity – Thirty Years' War

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            «Descartes c’est la France»,

            André Glucksman (1987)

        Se dice: “los franceses son cartesianos”: escépticos y racionales, desconfiados de los dogmas y de las autoridades establecidas. No caben dudas acerca de la primera afirmación, pero surge la pregunta ¿Descartes desafió verdaderamente el orden político y religioso de su tiempo?

         Uno de los factores que contribuyó al nacimiento del “mito Descartes” fue el hecho de que muchos creyeran que se exilió voluntariamente a los Países Bajos perseguido por sus ideas. Sin embargo, a lo largo del presente trabajo se desarrollará la idea de “el revolucionario” Descartes fue en realidad muy prudente y conservador en lo político y que su innovación pertenecería únicamente al ámbito epistemológico.

        Como muchos filósofos de su época, fue al mismo tiempo científico, matemático, biólogo y físico. Escribe en francés el Discurso del Método (1637) para que todos puedan leerlo, incluidas las mujeres, cuando el griego y sobretodo el latín, eran la lenguas dominantes en el discurso filosófico.

          Criticado durante su vida, aún en los Países Bajos, se retira a Suecia y muere algunos meses después. Más adelante la Iglesia prohíbe su lectura.

Su proyecto consistió esencialmente en fundar todo el edificio del saber a partir únicamente del sujeto pensante y de encontrar un método de trabajo general que valga para todos los ámbitos del conocimiento.

             En Francia se lo ha querido “panteonizar” vinculándolo con la paternidad de la Revolución Francesa que le acredita la invención de que todos los espíritus son iguales, a la par de Voltaire, Rousseau o Montesquieu. Se hace evidente que él no tuvo ninguna responsabilidad en relación al nacimiento de la democracia ni con las ideas de los derechos del hombre.

Sus adversarios, en cambio, lo acusan de estar en el origen del Terror, de haberse puesto, en nombre del método, en contra del orden reglado de la sociedad que dio como resultado un Robespierre. Francia tendrá un Descartes precursor de los derechos del hombre y un Descartes precursor de una posición salvaje de la sociedad.

        En el siglo XX, Descartes generará muchas resistencias por parte de intelectuales franceses de izquierda y de derecha. Georges Sorel, fundador teórico del sindicalismo revolucionario, le reprocha ser un filósofo burgués y está Charles Maurras, líder de la Acción francesa, realista de extrema derecha, que lo admira porque tiene la idea de que la razón clásica es la Francia del siglo XVII y que Descartes la encarna.      

            Los intelectuales comunistas consideraban que fue el ancestro de la ideología de Marx y de Lenin. Sorprende que el jefe del Partido Comunista, Maurice Thorez, comparta la misma idea que Maurras. Tras la guerra, en 1946, Thorez dice en la Sorbona: “A través de las tempestades y las noches que se han abatido sobre los hombres, es Descartes, con paso alegre, quien nos conduce hasta los mañanas que cantan”.

            Víctor Rivera en su libro Descartes y el Emperador: la filosofía política en Descartes (2009), basándose en la obra de Toulmin, Cosmópolis (1990), analiza la relación entre la filosofía de  Descartes y la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), íntimamente relacionada con la reacción absolutista contra la burguesía revolucionaria.

La idea central de la filosofía de Descartes es la que define al conocimiento como certeza indiscutible, como un momento esencial de la racionalidad. Esta idea estaría relacionada con el contexto de inestabilidad política que duró casi toda su vida. Habría una agenda oculta de la modernidad cuya finalidad sería la armonía social bajo criterios epistémicos más fiables que los que llevaron a Europa a una guerra tan prolongada.

            En el contexto de la Guerra de los Treinta Años la idea del disenso como práctica institucional se relacionaba con la causa de la violencia política. En las Reglas para la dirección del espíritu (1629) y en los Principios de Filosofía (1644), Descartes presenta la idea de la racionalidad como la alternativa general a la práctica del disenso. En la Introducción a los Principios manifiesta que una de las virtudes de su filosofía será que “las verdades” que propone, al ser “muy evidentes y ciertas”, “superarán todo motivo de desacuerdo”, disponiendo al cultivo de “la dulzura de carácter y la concordia”, y que el progreso de la ciencia reporta múltiples beneficios materiales y morales.

La contradicción entre la concepción clásica de la racionalidad praxis social fundamentada sobre la base de disensos se resolvería separando desacuerdo de la racionalidad, sustituyéndolo con la idea de una racionalidad caracterizada por la certeza y la evidencia. La consecuencia será la propensión de la lógica de la modernidad a la unanimidad epistémica, al “pensamiento único” en la trama política.

            El Discurso del Método (1637) y los Principios condenan en cierta forma a los innovadores, revolucionarios y partidarios de la transformación política. “En lo tocante a las costumbres podrían encontrarse tantos reformadores como cabezas si se permitiera a otros que no fueran los que Dios ha puesto por soberanos de sus pueblos que emprendiesen la obra de cambiar nada” (Descartes, Discurso del Método, Parte VI p. 84). No es intención de Descartes que el cambio en la concepción de la racionalidad epistémica lo sea también en lo que a la racionalidad práctica se refiere.

            En el diálogo epistolar con la Princesa Elizabeth de Bohemia a partir de 1642 hasta su muerte, Descartes observa que la “moral provisional” del Discurso es suficiente para obtener una vida virtuosa. La “moral provisional” consta de cuatro preceptos. El primero concierne a la “racionalidad práctica”, la  sustancia ética de una comunidad de tradición es la que justifica y da significado a las acciones morales. La vida moral y su racionalidad son frágiles y falibles porque en el mundo nada permanece de la misma manera, por lo que se hará necesario considerar las opiniones más moderadas con respecto a cualquier cuestión. 

            En otra carta a Elizabeth advierte que para la ética y la política el punto de partida no es el Cogito, un yo desencarnado socialmente, sino un ser humano real, cuyos logros sólo son posibles dentro de una tradición. Ideas del discurso epistémico como “conocimiento” o “verdad”, pierden el sentido cuando se aplican al ámbito práctico (1). Sin embargo, en las Meditaciones Metafísicas (1641), texto que dio lugar al intercambio epistolar entre ambos, descalifica a una moral basada en el destino comunitario como posible fuente de racionalidad. Y cuando la Princesa  le pregunta cómo puede ser feliz o virtuosa un alma cartesiana desprendida de su cuerpo y todo compromiso comunitario, Descartes aclara: el “yo” que hay que atender en nuestros razonamientos morales y nuestra valoración política no puede ser el que sirve de fundamento de certeza epistémica. Es otro “yo”, no es el “yo” desencarnado de las Meditaciones o de la cuarta parte del Discurso, donde se trata de demostrar que el cuerpo y el alma del hombre son lógicamente distintos. Pero también tenemos como noción de la unión del alma y del cuerpo como idea “innata” y en lo referente a la racionalidad práctica sigue la lógica de éste último “yo” que es lo mismo que su cuerpo, que tiene la capacidad de deliberar, que pertenece a una comunidad de tradición y que es capaz de lograr bienes específicos en prácticas humanas mediadas culturalmente, como la amistad, la lealtad o el heroísmo (Carta a Elizabeth del 15 de septiembre). A este “yo” no podemos adjudicarle las características atribuidas al “yo” en su rol de “fundamento” de la racionalidad ilustrada, sino que hay que remitirle las ideas de reforma política, cambio social, revolución y afines.

            En el Discurso del Método encontramos la metáfora política del legislador prudente. Lo racional se vincula a reglas y la característica esencial de una regla fiable es que su legitimidad no sea el resultado de un acuerdo colectivo. En la Parte II del Discurso leemos que los pueblos que tienen una constitución fruto de la coexistencia social, donde una serie de disensiones generan un conjunto de leyes y reglas para dirimirlos, no están “políticamente tan organizados” porque su “constitución” tiene su fundamento en el hecho social efectivo de los conflictos. Opone, entonces, otro modelo: “el de aquellos que, desde el momento en que se han reunido, han observado la constitución realizada por algún prudente legislador” (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 42). La metáfora del legislador prudente funciona por el énfasis de que las leyes son elaboradas por “uno solo” y que, por lo tanto, “están ordenadas a un mismo fin“ “en ocasión de las guerras” “me percaté de que no existe tanta perfección en obras compuestas por muchos elementos y realizadas por muchos maestros como existe cuando han sido ejecutadas por uno solo” (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 41). Un mundo regido por el “pensamiento único” y, en nombre de la “verdad”, descartaría la guerra civil.

Cuando se produce el alzamiento de los bohemios protestantes contra el Emperador Fernando II, conflicto que da lugar al inicio de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), Descartes asiste a la coronación del Emperador y se alista en sus tropas. En la guerra toma partido por la tradición y el legislador prudente se parece más al Emperador que a su rival, el “ilegítimo” Rey protestante de Bohemia.

Habría también una articulación teológica de la metáfora política y la idea de la racionalidad como un conjunto de reglas indiscutibles que presenta el Discurso. El modelo del legislador prudente se vincula al de Dios como el creador de la verdadera religión. “Es igualmente cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas leyes han sido dadas únicamente por Dios, está incomparablemente mejor regulado que cualquier otro” (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 42). La dimensión consensual de la política se convierte en la imposición de la “verdad” (la metáfora alude la teoría de las “verdades eternas” que Descartes desarrolla a principios de 1630). La eventual arbitrariedad del decididor estaría salvada por el carácter indubitable de sus reglas, cuyo resultado sería la paz y la consecuencia política de la certeza epistémica. Si la voluntad del soberano es análoga a la voluntad de Dios respecto de las “verdades eternas”, el disenso se suprime de la esencia de lo político y la contingencia, característica del mundo de lo político, pasaría a ser “políticamente incorrecta”.

            Sin embargo, en el Discurso plantea que los legisladores humanos no son confiables como Dios, incluso las excepciones, como la del legislador de Esparta. “Pero, hablando solamente de los asuntos humanos, pienso que si Esparta fue en otro tiempo muy floreciente no se debió a la bondad de cada una de sus leyes, pues muchas eran verdaderamente extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino a que fueron elaboradas por un solo hombre”. (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 42) y agrega: “Verdad es que jamás vemos que se derriben todas las casas de una villa con el único propósito de reconstruirlas; sí se conoce que muchas personas ordenan el derribo de sus casas para edificarlas de nuevo y también se sabe que en algunas ocasiones se ven obligadas a ello cuando sus viviendas amenazan ruina y cuando sus cimientos no son firme”. Y concluye: “Por semejanza con esto me persuadía de que no sería razonable que alguien proyectase reformar un Estado, modificando todo desde sus cimientos, y abatiéndolo para reordenarlo” (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 43).

            En el universo epistémico las verdades eternas son lo que las leyes o la constitución en el político, y la voluntad del monarca es equivalente a la voluntad del Dios que las creó. La verdad termina siendo una confianza en “reglas” (las cuatro reglas del Discurso). Pero hay una diferencia: mientras que en la episteme se trata de circunscribir la verdad en términos de la necesidad de una voluntad inmutable y “eterna”, en política, el legislador tiene que lidiar con la inconsistencia, con la fragilidad ontológica de la comunidad. Por eso dice, que los “pequeños asuntos públicos” (las disensiones y los conflictos), están en relación directa con las “imperfecciones” de los Estados.

            En este sentido, para Rivera (2009), Descartes preparó la teoría del decisionismo, la cual, desde una perspectiva ético - política, implica la convicción de que los valores y normas deben ser interpretados y decididos por quien detenta el poder. Ningún súbdito puede tomar el lugar de un legislador y crear una constitución, no hay lugar para la idea de “revolución”.

            Para Descartes en la praxis de la vida, la virtud de la praxis científica es impracticable, por lo que se debe acudir a la moral tradicionalmente válida. Las comunidades no serían “imperfectas” por no estar gobernadas por un legislador prudente sino porque la “sola diversidad que existe entre ellas es suficiente argumento respecto de su imperfección” (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 43-44). En el relato cartesiano la imperfección de la existencia comunitaria, su debilidad ontológica, es parte de la definición de lo político. Si un Dios perfecto sostiene la teología de la episteme y una comunidad conflictiva sostiene la racionalidad práctica, nos liberamos de tener que ser tan radicales en la praxis como en la teoría.

            Respecto a la “constitución” como fuente de la existencia política, Descartes afirma: “lo mismo que con los caminos reales; serpean entre las montañas y poco a poco llegan a ser tan lisos y a ser tan cómodos a fuerza de ser utilizados que es mucho mejor transitar por ellos que intentar seguir el camino recto, escalando rocas y descendiendo hasta los precipicios” (Descartes, Discurso del Método, Parte II, p. 44). Los filósofos pueden pensar lo que quieran pero el único que puede hacer leyes es el Rey como depositario de la tradición, que hablará a través de él desde la analogía del ser divino.

            En una carta de Descartes a Elizabeth de septiembre de 1646, el foco del análisis se basa en el juicio que Descartes hace sobre el Príncipe de Maquiavelo. Obra en la que, en primer lugar, encuentra “varios preceptos que me parecen muy buenos como, entre otros, los de los capítulos 19 y 20: “que un príncipe debe siempre evitar el odio y el desprecio de sus súbditos” (Maquiavelo, El príncipe. Cap. XIX. “El príncipe debe evitar ser despreciado y aborrecido” (Traducción castellana: Editorial Espasa-Calpe, 1939) y que “el amor del pueblo vale más que toda fortaleza"(Maquiavelo, El Príncipe, Cap. XX). Luego de poner en guardia a la princesa sobre una serie de tesis “extremas” contenidas en la obra, declara que hay otros preceptos que no podría aprobar. Por ejemplo, aquel según el cual los príncipes “no podrían pasar por alto el [hecho de] ser odiado por muchos, y que a menudo es más ventajoso hacer más mal que hacer menos, ya que las débiles ofensas pueden ser suficientes para generar la voluntad de vengarse y que las grandes le quiten el poder” (Maquiavelo, El Príncipe, Cap. III). O de la máxima según la cual “se puede ser odiado tanto por buenas acciones como por malas acciones” (Maquiavelo, El Príncipe, Cap. XIX).

            Sobre esas bases Maquiavelo “apoya preceptos tan tiránicos” como por ejemplo, “querer que se arruine todo un país para seguir siendo el amo” (Maquiavelo, El Príncipe, Cap. V); “que se realicen grandes crueldades, siempre que sea rápidamente (sin demora) y todas a la vez” (Maquiavelo, El Príncipe, Cap. VIII); “que se trate de parecer un hombre de bien, pero que no lo sea verdaderamente” (Maquiavelo, El Príncipe, Cap. XVIII); “que mantenga su palabra tanto tiempo como sea útil; que disimule, que traicione”; y finalmente “que, para reinar, se despoje de toda humanidad y que se vuelva el más feroz de todos los animales”.

        Descartes rechaza la perspectiva tiránica de Maquiavelo. Aquello en lo que falló es en no haber hecho una distinción  entre, “los príncipes que han adquirido un Estado por medios justos, y aquellos que lo han usurpado por medios ilegítimos”. Proporcionando, luego sus instrucciones a éstos últimos, y no a los que realmente pueden reclamar el derecho a gobernar. El buen príncipe, al contrario, deberá fundar, según Descartes su gobierno sobre bases totalmente contrarias, y “suponer que los medios de los que se ha servido para establecerse han sido justos”. Estos medios, agrega Descartes, “yo creo que lo son casi todos siempre que los príncipes que los practican los estimen como tales”. Por otro lado, “la justicia entre los soberanos tiene límites distintos que entre los particulares, y parece que en esas uniones Dios les da el derecho a aquellos que les da la fuerza. Pues las más justas acciones se vuelven injustas cuando aquellos que las realizan las piensan como tales”.

            El objetivo del soberano es, entonces, el de conservar entre los hombres el poder que Dios le concedió, ganando y manteniendo intacta la consideración de sus súbditos y de sus aliados. Deberá comportarse de manera tal que le permita mantener la reputación de soberano perspicaz, justo, digno de su posición, correcto pero de pulso firme, y otros usos que no afecten su imagen y la estima de sus súbditos, ante los cuales tiene que justificar su posición con medios diferentes de la fuerza de la acción o de los engaños de los cuales habla Maquiavelo. Entre los medios diputados para el mantenimiento de la soberanía no están ni el miedo, ni la ni la trampa, sino instrumentos mucho más refinados y demagógicos, como, por ejemplo, el cuidado meticuloso de su imagen pública e incluso una aceptación instrumental de las leyes  “aprobadas por todos". “Pues el pueblo, finalmente, sufre todo aquello de lo que no se le puede persuadir que sea justo, y se ofende por todo lo que imagina que es injusto; y la arrogancia de los príncipes, es decir, la usurpación de alguna autoridad, de algunos derechos o de algunos honores que [el pueblo] no cree que les sean debidos, no le son odiosos sino que porque lo consideran como una especie de injusticia”.

El soberano tiene que lograr persuadir al pueblo de que está actuando en vista de la utilidad pública, o bien que se está comportando como un justo. Habría un conservadurismo en Descartes puesto sobre un trasfondo utilitarista, ya que la conservación de lo vigente está dirigida a no contradecir un orden en el que los súbditos se reconocen y a no caer en su hostilidad, en tal sentido, el Príncipe tiene que comportarse de modo de suscitar la estima de sus súbditos con prudencia y moderación, ya que haciéndose estimar por sus virtudes, el soberano evitará el odio y la envidia de su pueblo y logrará a persuadir a los súbditos de la justeza y legitimidad de sus acciones, garantizando sobre un plano específicamente humano que el poder constituido y legitimado por Dios no sea puesto en tela de juicio.

        Sobre la base de estos pasajes, y como conclusión de este trabajo, podemos identificar en Descartes una posición tradicionalista y conservadora, centrada en una visión moral, teocrática y teocéntrica del Estado y sin la posibilidad de compromiso con cualquier tipo de maquiavelismo. Asimismo, podríamos retratar a Descartes como un conservador inclinado a un pragmatismo moderado y a un racionalismo político basado en la medida, en la prudencia y en el uso correcto del juicio. Rico, liberal, divorciado de la sociedad que lo rodea y, sobre todo, radicalmente individualista. En definitiva, un racionalista solitario que quiere investigar sin ser molestado, probablemente dispuesto a comprometerse con los poderes de su tiempo y desinteresado de la dimensión política de su obra.

           

Bibliografía

    Biblioteca de Grandes Pensadores, Descartes. Estudio introductorio por Cirilo Flórez Miguel. Madrid: Gredos. Disponible en:            https://empezandoafilosofar.files.wordpress.com/2015/11/descartes-rene-obras-gredos.pdf. Capturado el 30-08-2016

   -  Carta de Descartes a Elizabeth, Egmond, septiembre de 1646. Fuente: Wikisource, Correspondance avec Elizabeth. Capturado el 15-05-2016. Traducción de la Profesora Liliana Ponce, mimeo.

- Descartes, René, Discurso del Método. Trad.: D. Manuel García Morente. Madrid:  Colección Austral- Espasa Calpe, 2010. 

 - Guidi, Simone. Il potere delle passioni. Descartes antropologo politico. En: Lo Sguardo, Revista de Filosofía (2013), Nro. 13, 2013 (III).

 - Negri, A, Descartes político o de la razonable ideología. Trad.: Marta Malo de Molina Bodelón. Madrid: Akal, S. A, 2008.

 - Rivera, Víctor Samuel, Descartes y el Emperador: La filosofía política de Descartes. Revista Razón práctica y asuntos públicos, Nro. 12. Año 2009. En:  http://racionalidadpractica.blogspot.com.ar/2007/08/descartes-y-el-emperador-la-filosofa.html Capturado el 28-08-2016


 Entrevistas:

   - 2000 ans d'Histoire sur France. Entrevista de Patrice Gélinet a François Azouvi. 13.06.2003


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Notas:


(1) Tema principal de la correspondencia de la princesa Elizabeth a Descartes desde agosto de 1644 hasta agosto de 1645. Interés de la Princesa en ver la aplicación práctica de la filosofía para solucionar sus problemas nerviosos: Tratado de las pasiones.